El Día de Muertos, como culto popular, es un acto que lo mismo nos lleva
al recogimiento que a la oración o a la fiesta; sobre todo esta última
en la que la muerte y los muertos deambulan y hacen sentir su presencia
cálida entre los vivos. Con nuestros muertos también llega su majestad
la Muerte; baja a la tierra y convive con los mexicanos y con las muchas
culturas indígenas que hay en nuestra República. Su majestad la Muerte,
es tan simple, tan llana y tan etérea que sus huesos y su sonrisa están
en nuestro regazo, altar y galería.
Ay que considerar que la celebración de
Día de Muertos, sobre todo, es una celebración a la memoria. Los
rituales reafirman el tiempo sagrado, el tiempo religioso y este tiempo
es un tiempo primordial, es un tiempo de memoria colectiva. El ritual de
las ánimas es un acto que privilegia el recuerdo sobre el olvido.
La ofrenda que se presenta los días
primero y dos de noviembre constituye un homenaje a un visitante
distinguido, pues el pueblo cree sinceramente que el difunto a quien se
dedica habrá de venir de ultratumba a disfrutarla. Se compone, entre
otras cosas, del típico pan de muerto, calabaza en tacha y platillos de
la culinaria mexicana que en vida fueron de la preferencia del difunto.
Para hacerla más grata se emplean también ornatos como las flores, papel
picado, velas amarillas, calaveras de azúcar, los sahumadores en los
que se quema el copal .
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